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La historia de dos viajes que en realidad fueron sólo uno

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Hace exactamente un año os escribía recién aterrizado de mi primera aventura americana tras haber recorrido la distancia que separa la Ciudad de Guatemala con Managua en un mes. Había pasado por Guatemala, Belice, Honduras, El Salvador y Nicaragua; una locura de fronteras que consiguió enamorarme de Centroamérica y de la nueva forma de viajar que había aprendido.

Hoy, leéis esto mientras surco los cielos y cruzo el Atlántico regresando a casa de otra aventura por América Latina, en esta ocasión desde Costa Rica hasta Colombia, también con un mes de tiempo. Un mes que principalmente he pasado en Colombia pero que también dediqué a conocer algunas breves maravillas de los últimos dos países de América Central que el año pasado dejé escapar.

Las sensaciones de este viaje no tienen sinceramente ninguna validez por ellas mismas. Desde el primer momento en que aterricé en San José, sentí que no había pasado tiempo desde que un año atrás me quedé atrapado en la isla nicaragüense de Ometepe. Simplemente parecía que había cruzado la frontera y que misteriosamente lo había olvidado y había recobrado la conciencia en la capital tica.

Así pues, en vez de contaros como ha sido este último viaje, os voy a contar como ha sido éste viaje al completo, tal y como yo lo siento, uno solo, espaciado por el tiempo y por todo lo que durante 8.760 horas que han separado ambas experiencias he podido aprender y cambiar.

La aventura comenzó en Antigua Guatemala, la ciudad colonial más bonita que jamás he llegado a conocer. Allí sentí realmente como debía recomenzar a aprender a viajar; todo era diferente, nuevo, pero sorprendentemente me era todo desconocidamente familiar.

De allí viajé al Lago Atitlán, una de las joyas de Centroamérica, el lago que me enamoró tan buen punto el chicken bus procedente de Antigua paró en el pueblo de Panajachel. Recorrer sus pueblos aún habitados por comunidades mayas fue una experiencia inigualable.

Pero Centroamérica también es tierra de larga historia, y fue en el norte de Guatemala donde descubrí los vestigios de la antigua civilización que los mayas habían logrado desarrollar en medio de la selva. Tikal fue una sorpresa mayúscula, un descubrimiento que me sacudió mucho más fuerte de lo que jamás hubiera imaginado.

Como en todos los viajes, los planes los hago para luego romperlos y en esta ocasión fue un bonito grupo de viajeros que se dirigían a Belice lo que motivó dicho cambio de intenciones. Así fue como me escapé unos días a la tranquila y a la vez paradisíaca isla de Caye Caulker, en los cayos beliceños. Siempre lo recordaré como el lugar en el que hice el mejor snorkel en toda mi vida.

La siguiente parada en el viaje, tras algunas malas experiencias en el camino fue Honduras. Quería ver más de Guatemala pero ese par de incidentes me hicieron cambiar completamente de idea y decidir abandonar definitivamente el país. Así que de nuevo, crucé una frontera y llegué a las poco conocidas pero enormemente válidas ruinas de Copán. Y no sólo las ruinas fueron buenas; los pueblos de los alrededores me mostraron una nueva cultura auténtica y eternamente hospitalaria.

La sorpresa en mayúsculas del viaje fue dejarme caer, de nuevo por recomendaciones de otros viajeros, por El Salvador. Desde el minuto cero sentí que algo especial iba a vivir en este desconocido país. Y así fue: sencillamente me enamoré de El Salvador a primera vista.

Tras recorrer la zona de Santa Ana y los pueblos de la Ruta de las Flores, haciendo de Juayúa mi base para explorarlos, proseguí hacia el Pacífico, siendo esta la primera vez que lo va y sobre todo, la primera vez en la que me bañé en él.

Tras esos maravillosos días seguí hacia Nicaragua, mi gran amor Centroaméricano, el país americano de mis sueños y que me dejó tan buen sabor de boca. La ciudad de León, interesantísima por su revolucionaria historia fue mi primera parada nicaragüense.

Luego siguió una auténtica aventura, la de escalar el volcán Telica, poco conocido y bastante exigente. ¿El motivo? Ver en vivo y en directo un enorme lago de lava humeante. Esto, junto a la preciosa puesta de sol desde el cráter del mismo marcaron sin duda mi viaje por Centroamérica de una manera muy profunda.

Granada y Masaya fueron mis siguientes paradas, unas tranquilas y bellas ciudades cercanas al gran Lago Nicaragua. Allí me relajé, me di a la buena comida y simplemente tomé un descanso antes de partir hacia el lugar más especial que conozco de toda América Central

Ometepe. Así, sin aderezos. Esta isla cónica me dio a la vez las mejores y las peores experiencias del viaje. Llegué a su parte sur cuando atardecía, y sin siquiera ponerme el bañador, salté a sus aguas para ver como las siluetas de los volcanes Concepción y Maderas oscurecían mientras el cielo se teñía de un bello violeta. Viví las fiestas patronales de Mérida y justo cuando quise salir, la isla me atrapó durante varios días haciéndome incluso perder el vuelo de regreso. A pesar de los pesares, había valido la pena.

La siguiente parada del viaje fue de nuevo la costa pacífica, esta vez completamente distinta a como la vi en El Salvador. El Parque Nacional Manuel Antonio, ya en Costa Rica, me recibió con aguas turquesas y hermosas rutas por la selva. Había dejado atrás las áridas tierras de Nicaragua.

Pero regresé al Caribe, evidentemente. Puerto Viejo y sus enromes playas situadas en un magnífico entorno natural me conquistaron exageradamente. Tenían todo lo que espero de una playa: kilómetros y kilómetros de solitud, aguas turquesas y cálidas, palmeras y sol, mucho sol.

Pero no fue hasta que no crucé las frontera con Panamá (con un intento de arresto incluido) que no encontré un paraíso aún más completo: Bocas del Toro. Precisos, divertido, dicharachero y para todos los gustos. Allí vi delfines, islas perdidas en mares turquesas, bebí cerveza hasta altas horas de la madrugada y sobre todo, conocí a muy buena gente.

La Ciudad de Panamá me pareció un espejismo. Por muchas razones: por su skyline surrealista y por el inesperado encuentro con Noemí, quién ya vino a verme a Indonesia en 2012 y a quién, en esta ocasión, había ido yo a encontrar. Fue un parón en el viaje necesario, pues se avecinaba una auténtica aventura para saltar de Centro a Sur América.

Tomé una avioneta hasta Puerto Obaldía (luego me enteraría que existe la posibilidad de hacerlo por mar y tierra), el último pueblo panameño antes de la frontera con Colombia, plagada de narcotraficantes y guerrilleros. Y lo hice: crucé.

Y el recibimiento colombiano fue sencillamente espectacular. Capurganá y Sapzurro me recibieron con bellas playas, increíble selva y sobre todo –y ya sería la tónica general de mis días en Colombia- gente maravillosa.

Tras otro tortuoso viaje por mar y posteriormente en autobús, recordé que las pequeñas distancias a las que estaba acostumbrado en Centroamérica eran historia y en demasiadas horas me planté en la segunda maravilla colonial del viaje tras Antigua: la mítica Cartagena de Indias, a orillas del Caribe. Poco más que decir de una ciudad tan delicadamente refinada…

Proseguí a Santa Marta, también el la costa caribeña y lo hice para visitar el magnífico Parque Nacional Natural de Tayrona, con sus vírgenes playas y sus impresionantes senderos. Tenía muy pocas esperanzas en ellos pero de nuevo, me sedujeron.

Ya era hora de dejar la costa y entrar al interior. Tenía ganas de calma y la encontré en el pueblecito de Barichara, mi remanso de paz colombiano. Los días que pasé allí entre buena comida, hormigas culonas, lindas excursiones y preciosos atardeceres se pasaron demasiado rápido.

Y como contraste, mi siguiente parada fue la ciudad de Medellín, que me pareció extraordinariamente interesante debido a su pasado y su prometedor presente. Subir a sus barrios populares en Metrocable y ver con mis propios ojos que los años en los que las largas influencias de Pablo Escobar lo teñían todo con las tinieblas de la droga y la violencia ya eran historia.

Pero me alejé de la ciudad -no lo puedo evitar- y descubrí unas maravillas de las que nunca antes había oído hablar: la Piedra del Peñol, en Embalse de Guatapé y el propio pueblo de Guatapé, todos maravillosos, todos puramente colombianos.

Pero Colombia aún tenía pendiente para mi su mayor regalo: el Eje Cafetero. Sinceramente me atrevo a decir que esta fue la parte más especial de todo el viaje que venía acometiendo desde Guatemala. Salento fue la base para explorar los cafetales y el maravilloso Valle de Cocora y las personas que conocí allí las llevaré por mucho tiempo –sino para siempre- en lo más hondo del corazón.

Con tristeza dejé Salento –dejando también pedazitos de mi- y llegué a Bogotá, destino final de esta aventura. Para ser sinceros, Bogotá no me causó nada más que una amarga apatía. Una apatía por significar el final del camino, por haber dejado atrás momentos tan lindos y por su grisácea situación de seguridad. De allí tomé un vuelo de regreso a Barcelona.

Y así fue como terminé ese viaje que había comenzado en enero de 2013 con mucha incertidumbre y a la vez algo de escepticismo. Había, en dos meses, cruzado decenas de experiencias y vivencias que siempre iba a guardar en el corazón. Y lo hacía sabiendo que probablemente, del mismo modo que Ometepe no lo había sido, quizás, Bogotá tampoco sería el final real de este viaje.

Quién sabe si habrá tercera parte…


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